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Imagen: The Notebook (film). |
Hacía ya bastantes meses que no acudía a una "cita" con un chico y esta surgió de una manera bastante particular. Llevábamos tres o cuatro días hablando por chat, intercambiando ideas, música e incluso consejos, sin conocer mayores detalles de la vida del otro.
Él tenía apariencia de chico rudo, pero yo le decía que por dentro era un pan de Dios. Me sorprendía estar tan enganchada al hablar con alguien durante horas a través de una pequeña pantalla táctil... Pero lo sentía pleno, nada forzado, estaba muy contenta bajo las sábanas, con las ojeras dibujadas en mi rostro y riéndome sola (como quien de sus picardías se acuerda).
Quizás él no fuese el tipo de hombre con el que acostumbraba a salir, pero físicamente tenía todos los elementos exóticos de alguien que siempre quise tener a mi lado y una personalidad arrolladora. Me asombraba que con tan solo veinticuatro años, él hubiese alcanzado metas que profesionalmente muchos a los treinta, no. A leguas se notaba que era un chico inteligente, de retos y grandes aspiraciones, y eso me encantaba.
Durante esos tres o cuatro días, adoré despertarme y encontrar como primer mensaje, uno suyo: "Hola negri, ¿descansaste?". Mi reacción inmediata era sonreír. Me gustaba que se preocupara por mí y que tuviésemos de entrada, ese nivel de complicidad para llamarnos el uno al otro "negri". La razón por la cual nos llamábamos así, era porque él, a pesar de ser una ranita platanera, juraba que era negro y yo por tomarlo del pelo, le decía "negrura", así que por reciprocidad (supongo) él me llamaba de la misma manera.
Vivíamos en diferentes ciudades, pero la distancia era realmente mínima. A los pocos días de conocernos, me surgió un viaje a su ciudad, de modo que no dudamos en programar un encuentro.
Recuerdo que llegué un martes a eso de las ocho de la noche y llovía como si no hubiese un mañana. De inmediato le escribí y le dije que tenía ganas de verle, pero que no quería que se mojara, porque estaba resfriado; además al día siguiente yo tenía que madrugar; pero él me dijo que no había ningún problema, que le indicara a dónde debía llegar para vernos. Fue tal vez esa señal la que comenzó a producirme un leve escalofrío en el pecho, cada vez que hablábamos o nos veíamos.
Ese día era jornada de eliminatorias al Mundial y justo a la hora que quedamos, jugaría mi selección favorita (Uruguay), pero ya me las ingeniaría para al menos saber el marcador -pensé. No quería verme demasiado arreglada para la ocasión, por aquello de que "no mostrar el hambre"; así que me fui en jean, blusa manga larga, un chaleco azul y tenis. Él, más abrigado que un esquimal. Tenía a simple vista dos chaquetas encima y una bufanda que tapaba el cuarenta por ciento de su rostro, cual caperucita roja. Usaba gafas de borde negro, lo que le daba una apariencia intelectual y friki.
Recorrimos algunas calles por el centro, tratando de encontrar un bar para hablar y luego de unos minutos, hallamos uno en el que se proyectaba el partido. Él, muy comprensivo, dejó que me sentara de cara a la pantalla y se ubicó frente a mí. Ambos pedimos capuccino, supongo que él lo hizo por solidaridad, ya que a mí el café puro no me gusta ni cinco. Lo pedí sin azúcar por aquello de la obesidad jaja y él en principio, lo pidió con azúcar, pero finalmente no la agregó a la bebida, según él, para no verse como "el obeso", aunque me hubiese dado totalmente igual, cada cual es libre de tener los hábitos alimenticios que quiera.
Empezamos a hablar de manera natural y fluida, luego entramos en un juego de preguntas y respuestas, hasta que llegó la hora de partir. Me sentía como una adolescente, a veces espontánea, a veces cohibida. Quería abrazarle de la nada, pero obviamente no lo iba a hacer para no parecer invasiva o lanzada. Hay que hacerse desear.
Él me acompañó hasta el lugar donde me hospedaba y nos despedimos como si nada. Esa noche no hubo beso y me pareció sensato, al fin y al cabo se trataba de conocernos. Al llegar a casa, recibí un mensaje suyo en el que me decía que había llegado bien y le había gustado verme. Desde entonces, él solía escribirme para saber cómo iba mi día, qué estaba haciendo y cómo evolucionaba mi vida.
Tenía planeado regresar a mi ciudad el jueves o viernes de esa semana, pero finalmente el jueves me quedé y él me invitó a su casa para cenar y ver películas. Aunque parezca raro, no se trataba de una invitación típica entre parejas para "ver películas"; aunque la verdad, tampoco vimos una cinta cinematográfica.
Solo estuvimos en su habitación o bueno... en su cama, hablando durante horas, riéndonos, sin mayores aproximaciones físicas. Yo estaba muy tímida, porque a pesar de ser todo tan espontáneo, no dejaba de ser una situación atípica para mí.
De repente, me vi envuelta en sus cobijas, porque hacía frío en aquel lugar. Empezamos a hacernos cosquillas, le enseñé a acariciar los brazos para generar sensibilidad en el otro y así fue como poco a poco, ambos vencimos nuestra timidez. Yo le acariciaba su barba y le daba besos en la mejilla, y ahora que lo pienso, fui muy lanzada. Él sonreía plácidamente y poco a poco fue moviendo su mejilla hasta rozar mis labios con los suyos. Creo que ha sido el beso más inocente que he dado o me han dado en la vida. Fue lindo. Él me sugirió que no debía irme de la ciudad y me preguntó cuándo volvería. No supe qué responder, pero en el fondo lo único que deseaba era quedarme a su lado.
La noche superó las doce y tuve que regresar a mi hospedaje. De ahí en adelante, las cosas parecieron intermitentes. Algo le pasaba. Tenía la sospecha de que la causa era el cierre de un ciclo doloroso en su vida (una relación larga que tuvo mucho antes de conocerme). No hacía falta que me lo dijera, yo también había vivido algo semejante tiempo atrás. Lo único que supe decirle en aquel momento, fue que le ofrecía mi apoyo incondicional y que cuando quisiese hablar, ahí estaría yo.
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