jueves, 20 de abril de 2017

Mi pedacito de queso holandés


Tenía la sensación de que él me gustaba más un canelón de queso y eso, para una fanática de este producto lácteo como yo, era mucho decir. 

Habían bastantes kilómetros entre los dos, pero nos teníamos un cariño tan fuerte, que la distancia venía a ser un factor superfluo. Llevábamos siete meses "saliendo", desde aquel primer y único día en el que nos vimos en un pueblo cerca de Sevilla, antes de regresar a Colombia. Admito que esas poco menos de veinte horas que compartimos juntos fueron para mí (en su momento) solo un desahogo pasional, aunque meses atrás el chico se mostraba realmente interesado en mí.

Con el tiempo, las conversaciones, los gustos en común y una clara intención de visitar juntos algunos destinos del mundo que nos resultan mágicos, lo que comenzó siendo pasional, se tornó romántico y un enganche total, al menos para mí. Cada vez que hablábamos, tenía el profundo deseo de abrazarle y aferrarme a su pecho, ver películas juntos en la cama, cocinar y compartir un buen vino e incluso, besarle hasta el amanecer. No sé qué tenía de especial él, para haber despertado mi interés de esta forma taaan... cursi?, quizás era su forma bohemia de ver la vida, quizás eran esos ojitos asiáticos a los que jamás pude resistirme, a lo mejor era la dulzura con la que solía hablarme y la inteligencia que sin duda, poseía.

Lo importante es que realmente le quería. Sí, le quería y le quiero, porque aunque a veces me guste hacerme la fría, hay personas o situaciones que me superan y llegan al corazón. Pasé muchos meses deseando estar a su lado, ser su compañera de viaje, su amiga incondicional y su amante en los días de invierno; pero él tenía muchos problemas familiares y una vida agitada que según él, a penas le alcanzaba para dormir unas cuantas horas.

Hablábamos casi todos los días, yo le confiaba buena parte de mis cosas y él algunas de las suyas; pero casi nunca teníamos una conversación con principio y final, pues él se quedaba dormido a mitad de la conversación sin decir "adiós" y al día siguiente, me escribía como si nada, repitiéndose una y otra vez la misma situación. Eso hacía que me enfadara, porque durante el día acumulaba las ganas de hablar con él y cuando nos escribíamos, pasaba esto que me revelaba falta de interés e incluso, de respeto hacía mí.

Extrañamente, él no veía las cosas de esa manera. Me reiteraba que yo le importaba y que todo era provocado por la vida que llevaba. Pero todo me sonaba a excusa barata. Yo no tenía muy claro si mis reproches eran injustos o si él me estaba liando la cabeza, hasta que un día, le dije que ya era suficiente, que cada cual a lo suyo, porque me hacía daño estar así. Después de todo, soy de las que piensa que nadie merece un amor a medias y que no se debe mendigar el cariño, ni la atención de nadie.

Ha pasado poquísimo tiempo desde aquella puesta en alto y él me sigue escribiendo, no sé si por amistad, costumbre o porque realmente le importo tanto como él a mí. Desearía verlo, abrazarlo y decirle que quiero estar en su vida; pero no me atrevo, porque creo que los fantasmas del pasado me han hecho una herida tan grande, que es difícil volver a confiar y entregarse una vez más, aunque a este chico le quiero de verdad, porque me ha enseñado a querer sin etiquetas y en libertad, y eso es sano.









martes, 4 de abril de 2017

Cita bajo la lluvia

Imagen: The Notebook (film).


Hacía ya bastantes meses que no acudía a una "cita" con un chico y esta surgió de una manera bastante particular. Llevábamos tres o cuatro días hablando por chat, intercambiando ideas, música e incluso consejos, sin conocer mayores detalles de la vida del otro. 

Él tenía apariencia de chico rudo, pero yo le decía que por dentro era un pan de Dios. Me sorprendía estar tan enganchada al hablar con alguien durante horas a través de una pequeña pantalla táctil... Pero lo sentía pleno, nada forzado, estaba muy contenta bajo las sábanas, con las ojeras dibujadas en mi rostro y riéndome sola (como quien de sus picardías se acuerda).

Quizás él no fuese el tipo de hombre con el que acostumbraba a salir, pero físicamente tenía todos los elementos exóticos de alguien que siempre quise tener a mi lado y una personalidad arrolladora. Me asombraba que con tan solo veinticuatro años, él hubiese alcanzado metas que profesionalmente muchos a los treinta, no. A leguas se notaba que era un chico inteligente, de retos y grandes aspiraciones, y eso me encantaba.

Durante esos tres o cuatro días, adoré despertarme y encontrar como primer mensaje, uno suyo: "Hola negri, ¿descansaste?". Mi reacción inmediata era sonreír. Me gustaba que se preocupara por mí y que tuviésemos de entrada, ese nivel de complicidad para llamarnos el uno al otro "negri". La razón por la cual nos llamábamos así, era porque él, a pesar de ser una ranita platanera, juraba que era negro y yo por tomarlo del pelo, le decía "negrura", así que por reciprocidad (supongo) él me llamaba de la misma manera.

Vivíamos en diferentes ciudades, pero la distancia era realmente mínima. A los pocos días de conocernos, me surgió un viaje a su ciudad, de modo que no dudamos en programar un encuentro. 

Recuerdo que llegué un martes a eso de las ocho de la noche y llovía como si no hubiese un mañana. De inmediato le escribí y le dije que tenía ganas de verle, pero que no quería que se mojara, porque estaba resfriado; además al día siguiente yo tenía que madrugar; pero él me dijo que no había ningún problema, que le indicara a dónde debía llegar para vernos. Fue tal vez esa señal la que comenzó a producirme un leve escalofrío en el pecho, cada vez que hablábamos o nos veíamos.

Ese día era jornada de eliminatorias al Mundial y justo a la hora que quedamos, jugaría mi selección favorita (Uruguay), pero ya me las ingeniaría para al menos saber el marcador -pensé. No quería verme demasiado arreglada para la ocasión, por aquello de que "no mostrar el hambre"; así que me fui en jean, blusa manga larga, un chaleco azul y tenis. Él, más abrigado que un esquimal. Tenía a simple vista dos chaquetas encima y una bufanda que tapaba el cuarenta por ciento de su rostro, cual caperucita roja. Usaba gafas de borde negro, lo que le daba una apariencia intelectual y friki.

Recorrimos algunas calles por el centro, tratando de encontrar un bar para hablar y luego de unos minutos, hallamos uno en el que se proyectaba el partido. Él, muy comprensivo, dejó que me sentara de cara a la pantalla y se ubicó frente a mí. Ambos pedimos capuccino, supongo que él lo hizo por solidaridad, ya que a mí el café puro no me gusta ni cinco. Lo pedí sin azúcar por aquello de la obesidad jaja y él en principio, lo pidió con azúcar, pero finalmente no la agregó a la bebida, según él, para no verse como "el obeso", aunque me hubiese dado totalmente igual, cada cual es libre de tener los hábitos alimenticios que quiera.

Empezamos a hablar de manera natural y fluida, luego entramos en un juego de preguntas y respuestas, hasta que llegó la hora de partir. Me sentía como una adolescente, a veces espontánea, a veces cohibida. Quería abrazarle de la nada, pero obviamente no lo iba a hacer para no parecer invasiva o lanzada. Hay que hacerse desear.

Él me acompañó hasta el lugar donde me hospedaba y nos despedimos como si nada. Esa noche no hubo beso y me pareció sensato, al fin y al cabo se trataba de conocernos. Al llegar a casa, recibí un mensaje suyo en el que me decía que había llegado bien y le había gustado verme. Desde entonces, él solía escribirme para saber cómo iba mi día, qué estaba haciendo y cómo evolucionaba mi vida.

Tenía planeado regresar a mi ciudad el jueves o viernes de esa semana, pero finalmente el jueves me quedé y él me invitó a su casa para cenar y ver películas. Aunque parezca raro, no se trataba de una invitación típica entre parejas para "ver películas"; aunque la verdad, tampoco vimos una cinta cinematográfica.

Solo estuvimos en su habitación o bueno... en su cama, hablando durante horas, riéndonos, sin mayores aproximaciones físicas. Yo estaba muy tímida, porque a pesar de ser todo tan espontáneo, no dejaba de ser una situación atípica para mí. 

De repente, me vi envuelta en sus cobijas, porque hacía frío en aquel lugar. Empezamos a hacernos cosquillas, le enseñé a acariciar los brazos para generar sensibilidad en el otro y así fue como poco a poco, ambos vencimos nuestra timidez. Yo le acariciaba su barba y le daba besos en la mejilla, y ahora que lo pienso, fui muy lanzada. Él sonreía plácidamente y poco a poco fue moviendo su mejilla hasta rozar mis labios con los suyos. Creo que ha sido el beso más inocente que he dado o me han dado en la vida. Fue lindo. Él me sugirió que no debía irme de la ciudad y me preguntó cuándo volvería. No supe qué responder, pero en el fondo lo único que deseaba era quedarme a su lado.

La noche superó las doce y tuve que regresar a mi hospedaje. De ahí en adelante, las cosas parecieron intermitentes. Algo le pasaba. Tenía la sospecha de que la causa era el cierre de un ciclo doloroso en su vida (una relación larga que tuvo mucho antes de conocerme). No hacía falta que me lo dijera, yo también había vivido algo semejante tiempo atrás. Lo único que supe decirle en aquel momento, fue que le ofrecía mi apoyo incondicional y que cuando quisiese hablar, ahí estaría yo.














lunes, 3 de abril de 2017

Exponerse, una terapia

En este punto álgido de la vida me encontraba yo. El destino me parecía más volátil que nunca y con él, muchos interrogantes asaltaban mi cabeza: ¿estaré en el lugar indicado?, ¿qué es lo que quiero para mi vida?, ¿por qué no logro asumir los constantes cambios?, ¿dónde quedaron mis amigos, mis viajes, mis pasiones?

Hasta unos meses me consideraba una persona aguerrida, segura, combativa y soñadora, pero algo extraño me pasaba... Probablemente me faltara Dios. Me esforzaba por librar una lucha interior y salir victoriosa en el intento de creer que los cambios siempre suman y que las malas rachas, cesan. 

Nunca fui negativa, de manera que en lugar de esperar a que las oportunidades llegasen a mí, decidí ir tras ellas. Aun estoy en ello, no sé si lo lograré, pero lo más importante es intentarlo. Creo en mí y estoy convencida de que amo a mi profesión y no sería feliz haciendo algo distinto.

Tal vez, la vida trataba de darme una lección. Siempre asumí el trabajo como la mayor de mis prioridades y no invertía demasiado tiempo en compartir con mi familia, amigos y aficiones. Quizás, este era un año sabático para valorar aquello verdaderamente importante.

A veces me encapsulo en soledad- lo confieso, porque no quiero ser nociva para los demás y acercarme a las personas para contaminarlos con mis problemas. Pero en el fondo, eso hace que la bola crezca dentro de mí a un paso agigantado y eso no está bien. Así que en gran parte, redactar estas líneas y exponer mis emociones es mi terapia.